Una de mis mayores preocupaciones al momento de tomar posesión de la antigua finca “Casa Blanca” de la Colonia Rusa San Javier, a finales del año 2006, era devolverle al edificio y a su parque circundante el decoro y la dignidad que habían perdido gracias a décadas de abandono y descuido por parte de sus anteriores propietarios, a lo cual también contribuyó en buena medida el vandalismo de los propios vecinos de la villa y la desidia de las autoridades municipales –las cuales nunca se manifestaron en actos concretos de protección efectiva, salvo el frustrado intento del Intendente Municipal de Río Negro Dr. Mario Carminatti, quien a comienzos de la década de 1990 estuvo a punto de adquirir la finca como bien municipal, para destinarla a fines sociales.
Esta principal preocupación se presentaba ante mí como un doble desafío, por cuanto comprendí bien pronto que los trabajos de recuperación y rehabilitación edilicia deberían al mismo tiempo respetar en todo lo posible el estado actual de conservación de los materiales constructivos, y que necesariamente debería encontrar el punto límite por encima del cual mi intervención estaría atentando contra el testimonio de su histórico pasado. Descubrí que la huella del tiempo transcurrido sobre la finca, en sus variados aspectos y en sus más escondidos rincones, también eran elementos esenciales de su historia, que no se podrían alterar o modificar sustancialmente sin destruir con ello de forma irrecuperable la acción paciente del tiempo, que nos evoca lejanas y pretéritas épocas.
Definir los criterios de restauración que guiarían mi obra no me resultó tarea sencilla, máxime cuando mi siempre ajustado presupuesto no me permitió contar con asistencia técnica, y la colaboración de manos amigas que se sumaran a las mías propias, fue más bien escasa, cuando no inexistente, en la realización de la gran mayoría de los trabajos de restauración. Mis naturales dudas y vacilaciones se vieron a veces acrecentadas frente a sugerencias de algunas personas que, seguramente con buena intención, me proponían cambios drásticos que implicaban la destrucción y sustitución de materiales y estructuras originales, como por ejemplo, el recambio de todas las aberturas de carpintería; la elevación de los niveles del pavimento exterior; la instalación de servicios sanitarios en diversas habitaciones, convirtiendo el aljibe en cámara séptica; el descarne de los revoques de todas las paredes interiores y exteriores, dejando visible la mampostería de piedra; la eliminación de la antigua verja perimetral, y otras varias ideas que tenían tanto de bienintencionadas (según sus respectivas fundamentaciones) como de agresivas y estrafalarias para la conservación del edificio. Hoy puedo concluir que fue atinada decisión el no haberlas aceptado.
Sólo las largas y silenciosas horas de lectura y de estudios que colmaron mi niñez y mi adolescencia, principalmente zambullido en la historia antigua y en el arte; algunas viejas lecciones aprendidas de mi abuelo materno en materia de construcción edilicia y de escultura, y el recuerdo imborrable de mi peregrinación por algunas admirables y famosas ruinas, monumentos históricos y museos del Viejo Continente, fueron el mayor caudal de conocimientos que me permitieron zanjar con relativo acierto las infinitas disyuntivas frente a las que hube de enfrentarme casi solo, a cada paso, acrisolando con la observación minuciosa, la experiencia directa, el ensayo y el error –inevitable en toda obra humana— una cierta pericia técnica en la restauración arquitectónica que no había tenido tiempo ni ocasión de adquirir en ninguna academia, pero que no por ello fue menos exigente en sus objetivos y menos rigurosa en su ejecución, la cual, por cierto, todavía sigue en curso y lo seguirá aún por largo tiempo.
Y en cuanto a sus resultados, como siempre estuvieron expuestos a la crítica mordaz de mis contemporáneos, desde el mismísimo comienzo de mi actuación, prefiero a partir de ahora, al comenzar a hacer públicas estas reflexiones, dejarlos a la espera de la crítica serena de las generaciones futuras, que auguro serán más ecuánimes, y sobre todo, más nobles al juzgar el legado de quien, precediéndolas en el tiempo, las tuvo siempre presentes en el espíritu todavía antes de que nacieran, como brújula de su accionar, pues mi obra no es otra cosa que un puente entre el pasado, del cual se alimenta, y el futuro, en el cual se justifica. Habiendo tenido siempre entre mis manos la potestad de actuar de forma caprichosa y destructiva dentro de los confines de mi propia casa, la conciencia del juicio distante de quienes todavía están por venir ha sido más poderosa que la mirada escrutadora de quienes ya han venido, para contenerme –al tiempo que motivarme– a administrar este simbólico espacio, también valioso para la comunidad, con la prudencia y el cuidado de quien voluntariamente nunca se sintió del todo su dueño único y absoluto, aun siéndolo así en la letra de la ley.
Gran satisfacción me representa haber ido encontrando, con el paso de los años, las diferentes recomendaciones e instrumentos legales internacionales de protección del patrimonio histórico de la Humanidad, comenzando por la pionera Carta de Venecia del año 1964, junto con la autorizada opinión técnica –entre muchas otras de igual jerarquía– del arqueólogo guatemalteco Carlos Rudy Larios Villalta, en las cuales he visto confirmadas mis observaciones e intuiciones personales sobre los más adecuados criterios de restauración y de conservación del patrimonio histórico arquitectónico de nuestras comunidades. Todas esas consideraciones técnicas son, a mi juicio, aplicables no sólo a esta finca “Casa Blanca”, Monumento Histórico Nacional de la Colonia Rusa San Javier –de la cual poseo personalmente la responsabilidad de su conservación y custodia–, sino también a los otros escasos edificios y sitios históricos que la rodean, que deberían ser considerados, tratados y gestionados no en forma fragmentaria y descoordinada, como hasta ahora, sino en un conjunto armónico y coherente, en su calidad de únicos testimonios arquitectónicos supervivientes de los antiguos fundadores rusos de esta centenaria villa.
Nicolás
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Carta de Venecia, 1964
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